martes, 9 de marzo de 2010

Mi primera votación: recuento de los daños, un mes después.




No políticos, no sociales: los personales.



Nací en el hospital Max Peralta, de la añeja ciudad de Cartago, el 15 de febrero de 1988 a las 4:35 de la tarde, según me cuentan. Grande y pesado como un zapallo, chillaba mi llegada al mundo con pulmones de gorda de ópera.



18 años más tarde, me daría cuenta que, por míseros 10 días, el ejercicio cívico del voto se me negaba, al ser yo Menor de edad (¿qué carajos es eso? Digo, admito sin problemas que no había cumplido los dieciocho años, que era virgen, que no había trabajado un sólo día de mi vida, pero ¿menor de edad? ¿Me lo puede barajar usted, me explica qué diablos es entonces edad?).



Aquello, sin embargo, poco importó para que yo disfrutara de una fiesta patriótica, contagiosa como la lepra. Mi familia entera (ataviada por parejo en colores que no voy a especificar), incluyéndome, se dirigió en marcha triunfante y banderas en alto, a la legendaria escuela de San Blas. Todos en la misma mesa, una misma fila. Llegó el momento de pasar, y al mejor estilo del sagrado sacramente de la confesión, cada quién aguardó su momento divino, pacientemente. Uno a uno, mis familiares entraron a las urnas y expresaron su voluntad. Todos, menos uno. Danny Brenes, mucho gusto.



El sol relucía fuerte, y la bruma, eterna compañera de las calles de mi provincia, se había dado el día libre. En las calles aledañas al centro educativo, la gente celebraba, reía, cantaba (¿le parece trillado? ¡Bienvenido a Costa Rica!), todos apoyando al candidato que, ellos creían, mejor los representaba (evite risas y mirada de lástima ante lo anterior). Todos, en medio de una fiesta a la cual yo no estaba invitado.



Con todo y la pinta de paria cívica que imaginaba para mí mismo, yo sonreía. Sonreía, porque el ambiente festivo me había atrapado, y se sentía bien. Sonreí, hasta que llegó la derrota. Y entonces, todo sentimiento de efusividad, fue reemplazado por la más honda impotencia. Impotencia de las peores, de las que no se arreglan con pastilla azul. Impotencia civil. El país, aquél del que, según un concepto de Edad que me es desconodio aún, todavía no formaba parte, había sido tomado por una mayoría domada, desinformada, inconsciente.



¿Acaso ese 40,7% de la población de este país no había vivido la fiesta que me había sido negada, ese mismo día, horas antes? ¿O es que hay más fiestas, por todo el país? Fiestas en las cuales los ricos conviven con los pobres, y les enseñan su show de marionetas, inertes y no pensantes. Fiestas de promesas vacías, y de alce su mano derecha para hablar.



Sacudí la cabeza, dispuesto a no dejarme atontar por el lapidario resultado que Pilar Cisneros e Ignacio Santos anunciaban, semblante serio, sonrisa educada omnipresente. Pensé, y aquello era reconfortante, que la meta se nos había escapado por muy poco; pensé, y estaba seguro de ello, que aquél error no se repetiría. El país, carajo, mi país estaba listo, expectante. Cuatro años más, y van a ver. Cuatro años más, y recuperamos lo que es nuestro.


Tal fue la excusa que usé para calmar mis ansias, y permitirme dormir, aquella lejana noche de 2006. Cuatro años más.

Amanece el 2010, y la más oscura sensación de abandono me rapta el corazón. Hoy no tengo candidato. Hoy no tengo color. Hoy no tengo equipo, no le voy a ninguno. Le apuesto al gris 0-0, a sabiendas de que es imposible tal cosa.

Pero Enero me dio algo que no esperaba yo: un vaho de esperanza. De qué vino, de una alianza a tres partes, de adhesiones culturales y políticas, de crecimientos numéricos inesperados, o simplemente, del recuerdo vivo de una tarde, cuatro años antes, en que un tecnicismo y meros 10 días me negaron un voto talvez definitorio; no sé de qué vino, hombre, pero llegó. Una luz en medio de la penumbra verde que me había ahogado por tantos días ya. Mi Costa Rica había despertado.

El sentimiento festivo había encontrado nicho en mí, y yo, muy a mí manera, puse mi granito de arena: informando, animando, colaborando. ¡Me llegó la hora, cabrones! Esta fiesta es mía, y ahora nadie me la quita.


Mi corazón palpitaba con fuerza, en medio de un festival de colores y música que se adueñó de la Avenida Segunda, la víspera. El furor me embargaba, y hasta un impulso de montarme a la cazadora menos mala me recorrió la espina dorsal. Me costó dormir; sí, como niño en Noche Buena.

No más abrir los ojos, y cuesta abajo. Mi ciudad no miente. Tengo rato de conocerla, y me basta echar una mirada tras la cortina para ver el futuro, cual bola de cristal. Niebla. Blanco que no deja ver, frío, gotitas atrapadas en el vidrio de la ventana. La cosa pintaba mal desde ya. Y mi ciudad no miente.

Circa 4 pm, pasado el cafecito, la comitiva marcha en fila hasta la mesa 6499 (¿?). Confirmado: la cosa andaba mal. ¿Dónde estaba la fiesta, mi fiesta? Era mi turno, justo y necesario, pero el mundo era un lugar muy diferente ahora. El desconcierto, lento pero seguro, se transformó en desaliento, contagioso como la lepra, que me envolvió, ante mi nueva impotencia. Proferí un bostezo, mientras pintaba con la crayola. Lo que vino después, usted y yo lo sabemos.

Caminando de vuelta, cabizbajo, buscaba entre los trapos sucios que llenan mi cabeza, una explicación. Se me ocurrió una, una sóla. Somos un patio de juegos, una diversión para quienes ostentan el poder del titiritero (no, olvide cualquier propaganda preelecciones, por ahí no va la cosa). Quienes montan la fiesta, saben cómo hacerlo; nosotros, entre tanto, nos bañamos en desinformación, en educación cívica pobre, en costumbrismos y espejismos de un pasado, lejano en el mejor de los casos, si no es que inexistente. Y lo peor, dejamos que nos pinten la cara. Quéjese del político, que bien rico sabe; pero somos nosotros quienes les bailamos el tango. La fiesta se goza sólo cuando ponemos la música nosotros. Si la ponen los demás, mejor tirarse los toros desde la barrera; será por eso que hay tanta abstención.

No haga mucho caso, tampoco. Aquella fue una mera idea que me brincó en la mente, teñida de gris como la tarde cartaginesa. Sucedió un día cualquiera, que quién sabe si llegaré a recordar.

Mi nombre es Danny Brenes. Tengo 22 años, y he votado una sóla vez, el 5 de febrero de 2006.


© danny

6 comentarios:

  1. Danny:

    Un relato poderoso en tanto cautiva por su honestidad y fiero desencanto.

    ¿Vos querés escribir? Porque la forma en que redactás a los 22 años ya supera a muchos periodistas "profesionales" de este medio.

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  2. Álex, me halagan tus palabras, no sabés cuánto. Y te soy sincero, el periodismo es un sueño mío, que unos cuantos puntos de un examen de admisión universitario me negaron; sigue presente en mi futuro, eso sí, a mediano plazo. Mientras tanto, me queda conformarme con este pedacito de ancho de banda que tanto me entretiene, cuando menos como catarsis.

    De nuevo, te agradezco tu lectura, Alexánder. Cada comentario me impulsa a seguir con ese sueño mío de dedicarme a escribir.

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  3. A ver, llegué de casualidad. Rindámole homenaje al azar.

    Caballero, rica la lectura. Divertida también, especialmente porque muy bien describió usted lo que me sucedió a mí (y a cuántos otros) esas últimas 48 horas, Avenida Segunda incluida. Cuando hay comunión se goza más, es inevitable. Aprovecho y le doy la bienvenida oficial al nicho de los desalmados, yo llego cuatro elecciones tragando pastillas azules y reviviendo esa emoción de "vamos a hacer historia" no sé a cuentas de qué. Las mayorías se me han impuesto siempre, a estas alturas debería tenerlo claro.

    De pronto uno quiere nadar contra corriente, de pronto ya no. Te salís entonces y mirás desde la orilla. Sobrevivís. Asumís. Aceptás. "Entendés". Ya no le hablo solo de un tema político, sino de las frustraciones que encontrará usted en todo ámbito y espacio social con el que tope en lo mucho que le resta de vida.

    Aprovecho entonces para decirle: a mi me pasó exactamente lo mismo. Por tres puntos no entré a comunicación colectiva. No podía pagar una privada. Fundé mi propio medio e hice carrera hasta que pude llegar a lo que en su momento (dele a ese "su" los dos usos que caben, ambos aplican) parecía imposible. Hoy día me gano la vida leyendo y escribiendo. Cáguesele de la risa al que le diga que usted no puede hacer lo que quiera hacer porque no tiene medios o contactos. Si los números están en su contra, mejor, se disfruta más.

    Le digo esto porque después de leer ese primer relato suyo y tomando en cuenta no solo su edad sino lo que uno percibe de su personalidad por medio del texto le puedo "aconsejar" con certeza: siga no más hombre, talento tiene, tiempo le sobra, aproveche todas las oportunidades y haga usted su propio camino. Lo que le dice Alexander es cierto, ya de entrada escribe usted mejor que 8 de cada 10 periodistas graduados en nuestra patria.

    Salud.

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  4. Hola, señor 89decibeles.

    Agradezco en puta la lectura, y por supuesto el comentario. Curioso como a tantos nos ocurrió ese fenómeno de "uy mae, lo vamos a lograr" apenas un par de días antes del fatídico Día E (el aplauso es para Telenoticias). La esperanza -y desencanto-se propaga como fuego en caña seca, ah.

    En cuanto al par último de párrafos, déjeme decirle que ese medio fundado por usted, me inspira. Su carrera (no soy ningún acosador, sólo un fiel lector de su revista), le admito, me da esperanzas porque yo también estoy atrapado en las aulas frías de la facultad de derecho. Créame que tengo pensado seguir, hacer lo que me gusta y me llena: escribir. Quién sabe, en la de menos nos toque ser colegas.

    Saludos, Diego, y gracias otra vez.

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  5. Entonces somos 3 los que por pocos puntos no ingresamos a la carrera de nuestros sueños y nos convertimos en ciudadanos de bien...

    Yo siempre he dicho (mentira, no siempre, pero sí lo suficiente como para dar la impresión) que el fracaso es un señuelo. Uno lo lanza y los demás son quienes lo interpretan. En mi caso fue la ingeniería, en el suyo, el derecho; en el de todos, las letras.

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  6. El rechazo es muchas veces un gran incentivo. A mí no me quisieron publicar nada hasta después de mis cuarenta años... Antes los maldecía... Ahora los bendigo: Nada me estimula más que cuando alguien me dice sobre algo de literatura, "No se puede". De inmediato me lleno de energía y de planes.

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