martes, 11 de mayo de 2010

La importancia de llamarse Danny



Primera entrega de mi columna Senderos Bifurcados, en 89decibeles.

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—¿Daniel?

—No.


Siendo esta mi primera columna —y siendo yo, a todas luces y por definición, un verdadero noob por estos lares azulosos—, el respetable merece, cuando menos, una presentación apropiada.

Alto y cabezón desde niño; mi panza, excepción a la regla, responde a la coca cola y la chatarra, y no a águila alguna. Me aclaro la garganta tres veces antes de hablar, y no hay día en que no ataque ferozmente mis uñeros. Todos ellos, sin embargo, detalles insignificantes que poco importan al recién conocido, cuando se tiene un nombre raro.

—¿Daniel, o Dani?

—Danny.


El guión de mi primera cháchara con cualquier nuevo personaje comienza de la manera anterior, en la aplastante mayoría de los casos. Mi respuesta malhumorada es usualmente seguida por una triada de reacciones posibles: la muchacha menos amable arruga la cara, consternada ante un nombre más femenino que el suyo; el primo lejano, intentando ser cordialmente distante y parcial, alza las cejas sin pronunciarse; y finalmente, el redneck local que no esconde su rostro burlón ante tan delicado apelativo que mis padres me otorgaron.

En tiempos de pantaloneta, la pregunta —que me ha perseguido durante toda mi existencia— me mortificaba, y germinaba el más aciago odio en mi interior. El instinto homicida que se esconde en todo niño, me asaltaba y hacía todo lo posible por materializarse; nunca lo logró.

Sin embargo, a medida que los calendarios se apelotaban en el bote de basura, aprendí a vivir con ello. Aprendí a aceptar el incómodo momento de repetirle hasta el cansancio nombre y apellido al profesor; a tomar con buen humor las repetidas burlas contra el tono chineado implícito en mi epíteto que más parece mote; a verme mal deletreado incluso en el plástico ese que me acredita como mayor de edad.

Después de todo, es curioso cuán difícil se le hace al tico promedio aceptar lo diferente. Desde arrugar la cara hasta resoplar con sorna, todo vale como escudo ante lo que incomoda, lo que tergiversa el esquema establecido a priori. La menor alteración al orden monótono se observa del hombro para abajo, con recelo. Porque cae mal, porque molesta. Viejo por conocido, que llaman.

Sentimos una aversión natural hacia los cambios. Incomodan, chiman, etecé. Ross (4:25) lo dijo en su momento de mayor congoja: a nadie le gustan. Son extraños, lo tuercen todo.

Pero, sobre todo, dan pereza. Wilde tenía su aristocracia victoriana; nosotros tenemos —nosotros somos— una Costa Rica indolente, que hace pucheros con desgano cuando se le implora abrirse, siquiera un poco, a lo distinto. Y cuando se es el raro, el diferente, no queda otra, a la postre, que bajar los brazos y adaptarse al molde. Jack y Algernon.

—¿Daniel?

—Ehh... Sí, sí. Daniel.


Mejor dejamos todo queditito.

Felices cuatro años más, Liberación.


© danny

2 comentarios:

  1. Señor Bunbury: Encantado con su comentario.

    Un abrazo.

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  2. Señor Ernesto (hostia, la traducción más desafortunada en la historia): encantado de verlo por aquí de nuevo.

    El abrazo -y la coca light- para su persona también.

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